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Quien se esfuerza devotamente por alcanzar la sabiduría y está en guardia contra los poderes invisibles, debe orar para que permanezcan en él tanto el discernimiento natural -cuya luz no es sino limitada- como la gracia iluminadora del Espíritu. La primera, por medio de la práctica, entrena la carne en la virtud; la segunda ilumina el intelecto para que elija ante todo la compañía de la sabiduría; y por medio de la sabiduría destruye las fortalezas del mal y derriba "todo el amor propio que se levanta contra el conocimiento de Dios" (II Cor. 10, 5).