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El consumidor quiere que la comida sea lo más barata posible. El productor quiere que sea lo más cara posible. Ambos quieren que implique el menor trabajo posible. Y así, las normas de baratura y conveniencia, que son irresistiblemente simplificadoras y, por tanto, inevitablemente explotadoras, han sido sustituidas por la norma de salud (tanto de las personas como de la tierra), que obligaría a considerar las complejidades esenciales.