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Al principio, el hombre no tenía un poder de análisis o de síntesis parecido al de la araña, o incluso al de la abeja melífera; tenía una aguda sensibilidad a las fuerzas superiores. El fuego le enseñó secretos que ningún otro animal pudo aprender; el agua corriente probablemente le enseñó aún más, sobre todo en sus primeras lecciones de mecánica; los animales ayudaron a educarlo, confiándose en sus manos por el mero hecho de alimentarse, y llevando sus cargas o suministrándole su ropa; las hierbas y los granos fueron academias de estudio.