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Una oveja perdida es, a efectos prácticos, una oveja muerta. Es admitir que estamos muertos en nuestros pecados, que no tenemos poder para salvarnos ni para convencer a nadie de que merecemos ser salvados. Es el reconocimiento de que toda nuestra vida está fuera de nuestras manos y que si alguna vez volvemos a vivir, nuestra vida será enteramente el regalo de algún pastor misericordioso. Dios nos encuentra en el desierto de la muerte (no en el jardín de la mejora) y en el poder de la resurrección de Jesús, nos pone sobre sus hombros regocijándose y nos lleva a casa.