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El amor es una cosa tan sencilla cuando sólo tenemos veintiún veranos y una dulce muchacha de diecisiete tiembla bajo nuestra mirada, como si fuera un capullo que abre por primera vez su corazón con maravillado arrobo a la mañana. Almas tan jóvenes y sin madurar ruedan para encontrarse como dos melocotones de terciopelo que se tocan suavemente y descansan; se mezclan tan fácilmente como dos riachuelos que no piden otra cosa que entrelazarse y ondular con curvas siempre entrelazadas en los escondrijos más frondosos.