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El verdadero valor de la religión cristiana descansa, no en visiones especulativas del Creador, que necesariamente deben ser diferentes en cada individuo, de acuerdo con la extensión del conocimiento del ser finito, que emplea sus propias débiles facultades en contemplar lo infinito: sino que descansa en esas doctrinas de bondad y benevolencia que esa religión reclama y hace cumplir, no meramente a favor del hombre mismo, sino de toda criatura susceptible de dolor o de felicidad.