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Si pudiéramos imaginarnos reverentemente a nosotros mismos maquinando de antemano qué clase de libro debería ser el Libro de Dios, ¡cuán diferente sería de la Biblia real! Habría tantas Biblias como almas, y serían tan diferentes entre sí. Pero en una cosa, en medio de todas sus diferencias, probablemente coincidirían: carecerían de la variedad, tanto en la forma como en el fondo, del Libro Sagrado que la Iglesia de Dios pone en manos de sus hijos.