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El viajero español, mientras su carabela surcaba los mares adyacentes, podía dar rienda suelta a su imaginación y soñar que más allá del largo y bajo margen de bosque que delimitaba su horizonte se escondía una rica cosecha para algún futuro conquistador; tal vez un segundo México con su palacio real y sus pirámides sagradas, u otro Cuzco con su templo del Sol, rodeado de un friso de oro. Acosada por tales visiones, la caballería oceánica de España no podía permanecer inactiva mucho tiempo.