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Al exigir que una ejecución sea relativamente indolora, protegemos necesariamente al recluso de soportar un castigo comparable al sufrimiento infligido a su víctima. Esta tendencia, aunque apropiada y exigida por la prohibición de castigos crueles e inusuales de la Octava Enmienda, en realidad socava la propia premisa en la que se basa la aprobación pública de la lógica de la retribución.