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Una vez, en mi niñez, había estado ansioso por aprender irlandés; pensé en conseguir permiso para tomar lecciones de un viejo lector de las Escrituras que pasaba parte de su tiempo en la parroquia de Killinane, enseñando a los eruditos que encontraba a leer su propio idioma, con la esperanza de que pudieran recurrir al único libro que entonces se imprimía en irlandés, la Biblia.