-
Levanté el paño blanco del rostro blanco del hombre al que había adorado como a un ídolo, al que consideraba un semidiós. A pesar de la violencia de la muerte del Presidente, había algo hermoso y solemne en la expresión de su plácido rostro. En él se escondían la dulzura y la delicadeza de la infancia y la majestuosa grandeza de un intelecto divino. Contemplé largamente el rostro y me volví con lágrimas en los ojos y una sensación de ahogo en la garganta. Nunca se había llorado tanto a un hombre. El mundo entero inclinó la cabeza en señal de dolor cuando murió Abraham Lincoln.