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A diferencia de todos los demás fundadores de una fe religiosa, Cristo no tenía egoísmo, ni deseo de dominio; y su sistema, a diferencia de todos los demás sistemas de culto, era incruento, ilimitadamente benéfico, y -lo más maravilloso de todo- iba a romper todas las ataduras del cuerpo y del alma, y a derribar toda tiranía temporal y espiritual.