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Añádase aquel momento en que mi madre y mi padre entraron por la puerta disfrazados de ancianos. Pensé que los kilómetros recorridos en el coche les habían encorvado, les habían apagado los ojos, incluso les habían encanecido y blanqueado el pelo y les habían hecho temblar las manos y la voz. Al mismo tiempo, descubrí, al levantarme de la silla, que había envejecido junto con ellos.