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Pobre humanidad, cargar a los dioses con semejante responsabilidad y arrojarles un temperamento vengativo. ¡Qué penas incuban para sí mismos, qué llagas supurantes para nosotros, qué lágrimas para nuestra prosperidad! Esto no es piedad, este espectáculo repetido de inclinar la cabeza con velo ante una imagen esculpida; este bullicio ante cada altar; esta reverencia y postración en el suelo con las palmas extendidas ante los santuarios de los dioses; esta avalancha de voto sobre voto. La verdadera piedad reside más bien en el poder de contemplar el universo con una mente tranquila.