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¡Qué propensos somos a llegar a la consideración de cada cuestión con la cabeza y el corazón ocupados! ¡Cuán propensos somos a rehuir cualquier opinión, por razonable que sea, si se opone a alguna, por irrazonable que sea, de las nuestras! ¡Cuán dispuestos estamos a juzgar con ira a quienes nos llaman a pensar y nos animan a indagar! Cuestionar nuestros prejuicios nos parece poco menos que un sacrilegio; romper las cadenas de nuestra ignorancia, nada menos que una impiedad.