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Y, en efecto, ¿no hay algo sagrado en una gran cocina? El resplandor de hileras y más hileras de recipientes de metal colgando de ganchos o reposando en sus estantes hasta que se necesitan con el aire de tantos cálices esperando la celebración del sacramento de la comida. Y la cocina como un altar, sí, ante el que mi madre se inclinaba en perpetuo homenaje, con una franja de sudor en el labio superior y el fuego brillando en sus mejillas.