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El espía que surgió del frío fue la obra de una imaginación caprichosa llevada al límite por el asco político y la confusión personal. Cincuenta años después, no asocio el libro con nada que me haya sucedido, salvo por un encuentro sin palabras en el aeropuerto de Londres, cuando un militar de mediana edad vestido con una gabardina manchada arrojó un puñado de monedas extranjeras sobre la barra y, con un áspero acento irlandés, pidió todo el whisky escocés que podía comprar. En ese momento nació Alec Leamas. O eso me dice mi memoria, que no siempre es una fuente fiable.