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Fingía que era lo único que le impedía hacerlo. Pero, en el fondo de su mente, se preguntaba si sería capaz de escribir algo. A menudo la pregunta le asaltaba cuando menos se lo esperaba. Tienes cuatro horas todas las mañanas, la afirmación surgía como un espectro amenazador. Tienes tiempo para escribir miles de palabras. ¿Por qué no lo hace? Y la respuesta siempre se perdía en una maraña de porqués y pozos e infinitas razones a las que se aferraba como un ahogado a un clavo ardiendo.