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Al desembarcar en New York me contagié la fiebre amarilla caminando hasta el banco de Greenwich para conseguir el dinero al que me daba derecho la carta de crédito de mi padre. El amable hombre que comandaba el barco que me trajo de Francia, cuyo nombre era común, John Smith, se ocupó especialmente de mí, me trasladó a Morristown, Nueva Jersey, y me puso al cuidado de dos damas cuáqueras que tenían una pensión. Puedo decir con seguridad que debo la prolongación de mi vida a sus hábiles e incansables cuidados.