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Cuando era niño, quería ser un chico. No me gustaba jugar con muñecas y la mayoría de mis amigos eran chicos sensibles y mariquitas. Pero a medida que fui creciendo, la mística de ser chica empezó a interesarme. Me confundía lo que era la sexualidad y las respuestas de los demás, pero no me hacía sentir aterrorizada ni vulnerable.