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Porque, evidentemente, había sucedido lo más asombroso: por alguna casualidad -no, el amante no cree en la casualidad, sino en el destino-, el destino había dispuesto que el hombre y la mujer que habían formado el todo original, luego dividido y separado de algún modo por un Dios enfadado, se habían vuelto a encontrar, y ahora debían reformar el todo justo y legítimo. De una vez.