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En Nepal, el fenómeno es inverso. El tiempo es una barrita de incienso que arde sin consumirse. Un día puede parecer una semana; una semana, meses. Las mañanas se estiran y crujen sus espinas dorsales con la impasibilidad yóguica de los gatos domésticos. Las tardes se abultan con una madurez suculenta, como melocotones gordos. Hay tiempo suficiente para todo: escribir una carta, desayunar, leer el periódico, visitar uno o dos santuarios, escuchar a los pájaros, ir en bicicleta al centro a cambiar dinero, comprar postales, comprar budas... y llegar a casa a tiempo para comer.