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El mal jugador es el que intenta calcular y jugar con las probabilidades, como si su partida, su vida, fuera una de un gran número de partidas. Hacerlo es, en el mejor de los casos, sucumbir a otra necesidad, la necesidad de los grandes números. El buen jugador no se engaña a sí mismo, y acepta que existe exactamente un azar, que produce por casualidad la necesidad e incluso el propósito que él experimenta.