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Cuando una cosa no se compra por su uso, sino por su precio, lo barato no es una recomendación. Como observa Sismondi, la consecuencia de abaratar los artículos de vanidad, no es que se gaste menos en tales cosas, sino que los compradores sustituyen el artículo abaratado por otro más costoso, o por una calidad más elaborada de la misma cosa; y como la calidad inferior respondía igualmente bien al propósito de vanidad cuando era igualmente cara, un impuesto sobre el artículo en realidad no lo paga nadie: es una creación de ingresos públicos por la que nadie pierde.