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No tenía sentido intentar convertir a los intelectuales. Porque los intelectuales nunca se convertirían y, de todos modos, siempre cederían ante el más fuerte, y éste siempre será "el hombre de la calle". Por tanto, los argumentos deben ser crudos, claros y contundentes, y apelar a las emociones y los instintos, no al intelecto. La verdad carecía de importancia y estaba totalmente subordinada a la táctica y la psicología.