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Nadie ha sufrido jamás -excepto un dolor honorable- por montar a caballo. No se pierde ninguna hora de la vida que se pase en la silla de montar. Los hombres jóvenes se han arruinado a menudo por tener caballos, o por montarlos, pero nunca por montarlos; a menos, por supuesto, que se rompan el cuello, lo cual, al galope, es una muerte muy buena.