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Después de cada fracaso, pide perdón, levántate e inténtalo de nuevo. Muy a menudo, lo primero que Dios nos ayuda a conseguir no es la virtud en sí misma, sino precisamente este poder de intentarlo siempre de nuevo. Por muy importante que sea la castidad (o la valentía, o la veracidad, o cualquier otra virtud), este proceso nos entrena en hábitos del alma que son aún más importantes. Cura nuestras ilusiones sobre nosotros mismos y nos enseña a depender de Dios. Aprendemos, por un lado, que no podemos confiar en nosotros mismos ni siquiera en nuestros mejores momentos y, por otro, que no tenemos que desesperar ni siquiera en los peores, porque nuestros fracasos son perdonados.