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Dios no sólo ama a su pueblo, sino que se deleita en cada uno de nosotros. Se complace en nosotros. De hecho, se complace en guardarnos y librarnos. Veo este tipo de placer paternal en mi esposa, Gwen, cada vez que llama uno de nuestros nietos. Gwen se ilumina como un árbol de Navidad cuando tiene a uno de nuestros queridos pequeños en la línea. No hay nada que la haga colgar el teléfono. Incluso si le dijera que el Presidente está en nuestra puerta, me echaría y seguiría hablando. ¿Cómo podría acusar a mi Padre celestial de deleitarse menos en mí que yo en mi propia descendencia?