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Uno de mis miedos infantiles había sido preguntarme cómo se sentiría una ballena si hubiera nacido y se hubiera criado en cautividad, y luego hubiera sido liberada en la naturaleza -en su mar ancestral-, su mundo limitado explotando instantáneamente al ser arrojada a profundidades desconocidas, viendo peces extraños y saboreando nuevas aguas, sin tener siquiera un concepto de profundidad, sin conocer el lenguaje de las manadas de ballenas que pudiera encontrar. Era mi miedo a un mundo que se expandiera de repente, violentamente y sin reglas ni leyes: burbujas y algas y tormentas y volúmenes aterradores de azul oscuro que nunca se acaban.