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Cuando estaba en séptimo curso, un grupo de niñas de 12 años me acosaba sin piedad. Y eso me dejó con la determinación de que, pasara lo que pasara, tenía que echar los hombros hacia atrás, sacar la barbilla y proyectar la sensación de que nada ni nadie podía hacerme daño. Aquello resultó ser un error que me cambió la vida.