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Estaba en el segundo año de mi doctorado cuando se me ocurrió la idea. Hacía poco que había empezado a trabajar como traductora, lo que significaba, por un lado, que oía hablar a otros traductores de libros que parecían increíbles y, por otro, que estaba conociendo lo suficiente la industria editorial como para ser consciente de todos los prejuicios implícitos que dificultaban la publicación de estos libros, sobre todo si no eran de lenguas europeas (más difíciles de descubrir, los editores no pueden leer el original, falta de programas de financiación, autores que no hablan inglés).