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Las hojas caían a raudales, temblando al sol. No eran verdes, sólo unas pocas, dispersas por el torrente, destacaban en gotas individuales de un verde tan brillante y puro que hería los ojos; el resto no era un color, sino una luz, la sustancia del fuego sobre el metal, chispas vivas sin aristas. Y parecía como si el bosque fuera una extensión de luz hirviendo lentamente para producir este color, el verde subiendo en pequeñas burbujas, la esencia condensada de la primavera. Los árboles se encontraban, mezclándose sobre el camino y las manchas de sol en el suelo se movían con el desplazamiento de las ramas, como una caricia consciente.