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Cada uno en el saco más escondido guardaba las joyas perdidas de la memoria, el amor intenso, las noches secretas y los besos permanentes, el fragmento de felicidad pública o privada. Unos pocos, los lobos, coleccionaban muslos, otros hombres amaban el amanecer arañando cordilleras o témpanos de hielo, locomotoras, números. Para mí la felicidad era compartir cantando, alabando, maldiciendo, llorando con mil ojos. Pido perdón por mis malos caminos: mi vida no tenía utilidad en la tierra.