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A los 17 años, las crisis más pequeñas adquirían proporciones tremendas; los pensamientos de otra persona podían echar raíces en la marga de tu propia mente; que alguien te aceptara era tan vital como el oxígeno. Los adultos, a años luz de todo esto, ponían los ojos en blanco, sonreían y decían: "Esto también pasará", como si la adolescencia fuera una enfermedad como la varicela, algo que todo el mundo recordaba como una molestia de la leche, olvidando por completo lo dolorosa que había sido en su momento.