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Pienso en el chimpancé, el de las manos parlantes. En el transcurso del experimento, ese chimpancé tuvo un bebé. Imagínense cómo debieron emocionarse sus entrenadores cuando la madre, sin que nadie se lo pidiera, empezó a hacer señas a su recién nacido. Bebé, bebe leche. Bebé, juega a la pelota. Y cuando el bebé murió, la madre permaneció de pie junto al cadáver, con sus manos arrugadas moviéndose con gracia animal, formando una y otra vez las palabras: Bebé, ven a abrazarme, Bebé, ven a abrazarme, dominando ahora el lenguaje del dolor.