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El teólogo puede permitirse la agradable tarea de describir a la Religión tal como descendió del Cielo, ataviada con su pureza nativa. Un deber más melancólico se impone al historiador. Debe descubrir la inevitable mezcla de error y corrupción que contrajo en una larga residencia en la Tierra, entre una raza de seres débiles y degenerados.