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Dieffenbaker suponía que así terminaban realmente las guerras, no en las mesas de tregua, sino en las salas de oncología, en las cafeterías de las oficinas y en los atascos de tráfico. Las guerras morían trozo a trozo, cada trozo caía como un recuerdo, cada trozo se perdía como un eco que se desvanece en las colinas sinuosas. Al final, incluso la guerra izaba la bandera blanca. O eso esperaba. Esperaba que al final incluso la guerra se rindiera.