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Cuando terminaba un libro, me sentía perpetuamente desconsolada, me deslizaba desde mi posición sentada en la cama, apoyaba la mejilla en la almohada y suspiraba durante largo rato. Parecía que nunca habría otro libro. Todo había terminado, el libro estaba muerto. Yacía en su cubierta doblada junto a mi mano. ¿De qué servía? ¿Para qué molestarme en arrastrar el peso de mi pequeño cuerpo hasta la cena? ¿Para qué moverme? ¿Para qué respirar? El libro me había abandonado y no había razón para seguir.