Todos nos levantamos y recogimos nuestras mochilas y yo miré al suelo alrededor de mi silla para asegurarme de que no se me había caído nada. Me aterrorizaba la idea de dejar atrás, sin saberlo, un trozo de papel en el que estuvieran escritos todos mis deseos y humillaciones privadas. El hecho de que no existiera tal trozo de papel, de que ni siquiera llevara un diario o escribiera cartas excepto las insípidas, serias y falsamente alegres a mi familia (perdimos contra St. Francis en fútbol, pero creo que ganaremos nuestro partido este sábado; estamos trabajando en autorretratos en clase de arte, y la parte más difícil para mí es la nariz) nunca disminuyó mi miedo.