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  • Oxford, en aquellos días, era todavía una ciudad de aguatinta. En sus espaciosas y tranquilas calles los hombres caminaban y hablaban como lo habían hecho en tiempos de Newman; sus brumas otoñales, su primavera gris y la rara gloria de sus días de verano -como aquel día-, cuando el castaño estaba en flor y las campanas sonaban altas y claras sobre sus frontones y cúpulas, exhalaban los suaves aires de siglos de juventud. Era este silencio de clausura el que daba a nuestra risa su resonancia, y la llevaba aún, alegremente, por encima del clamor intermedio.