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La bestia monstruosa había abandonado su lecho. El viento de trescientos kilómetros por hora había soltado sus cadenas. Se aferró a sus diques y corrió hacia delante hasta encontrarse con los barrios; los arrancó de raíz como si fueran hierba y se precipitó tras sus supuestos conquistadores, haciendo rodar los diques, haciendo rodar las casas, haciendo rodar a la gente de las casas junto con otros maderos. El mar pisaba la tierra con tacón pesado.