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Por fin pronunció las tres sencillas palabras que ningún mal arte o mala fe puede rebajar. Las repitió, exactamente con el mismo ligero énfasis en la segunda palabra, como si hubiera sido ella quien las dijo primero. No tenía ninguna creencia religiosa, pero era imposible no pensar en una presencia o testigo invisible en la habitación, y que esas palabras pronunciadas en voz alta eran como firmas en un contrato invisible.