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Aparte de la diferencia obvia, no había mucha diferencia entre perder a un mejor amigo y perder a un amante: todo era cuestión de intimidad. En un momento, tenías a alguien con quien compartir tus mayores triunfos y tus defectos fatales; al minuto siguiente, tenías que guardártelos dentro. En un momento, empezabas a llamarla para contarle una noticia o desahogarte sobre tu horrible día antes de darte cuenta de que ya no tenías ese derecho; al siguiente, no podías recordar los dígitos de su número de teléfono.