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Cualquier gobernante sensato habría matado a Leonard, y Lord Vetinari era extremadamente sensato y a menudo se preguntaba por qué no lo había hecho. Había decidido que se debía a que, aprisionada en el ámbar inestimable e inquisitivo de la enorme mente de Leonard, bajo ese brillante genio investigador había una especie de inocencia voluntaria que en hombres de menor categoría podría calificarse de estupidez. Era el asiento y el alma de esa fuerza que, a lo largo de milenios, había hecho que la humanidad metiera los dedos en el enchufe de la luz eléctrica del Universo y jugara con el interruptor para ver qué ocurría, y luego se sorprendiera mucho cuando ocurría.