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Le sonreí lo mejor que pude y empujé el papel al otro lado de la mesa antes de que pudiera cambiar de opinión. Porque Henry DeVille tenía razón: había un ingrediente en mi repostería más concentrado que cualquier extracto, más picante que cualquier especia; un ingrediente que todo el mundo reconocería y nadie era capaz de nombrar: era el arrepentimiento, y surgía cuando uno menos se lo esperaba.