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Allí, en el centro de aquel silencio no estaba la eternidad, sino la muerte del tiempo y una soledad tan profunda que la propia palabra carecía de significado. Porque la soledad suponía la ausencia de otras personas, y la soledad que ella encontró en aquel terreno desesperado nunca había admitido la posibilidad de otras personas. Entonces lloró. Lágrimas por la muerte de las cosas más pequeñas: los zapatos náufragos de los niños; tallos rotos de hierba de los pantanos maltratados y ahogados por el mar; fotografías de graduación de mujeres muertas a las que nunca conoció; anillos de boda en los escaparates de las casas de empeño; los diminutos cuerpos de las gallinas de Cornualles en un nido de arroz.