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Y luego estaban los gatos, pensó Perro. Había sorprendido al enorme gato pelirrojo de la casa de al lado y había intentado reducirlo a gelatina acobardada mediante la habitual mirada brillante y el gruñido de garganta profunda, que siempre habían funcionado con los malditos en el pasado. Esta vez le habían valido un golpe en la nariz que le había hecho llorar los ojos. Perro consideraba que los gatos eran mucho más duros que las almas perdidas. Estaba deseando hacer otro experimento con gatos, que planeaba que consistiera en dar saltos y ladrarle excitado. Era una posibilidad remota, pero podría funcionar.