-
En 1736 perdí a uno de mis hijos, un buen muchacho de cuatro años, a causa de la viruela, contraída de la manera común. Durante mucho tiempo lamenté amargamente, y aún lamento, no habérsela inoculado. Menciono esto por el bien de los padres que omiten esa operación, suponiendo que nunca se perdonarían si un niño muriera a causa de ella; mi ejemplo demuestra que el arrepentimiento puede ser el mismo de cualquier manera y que, por lo tanto, debe elegirse la más segura.