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Sabíamos muy poco el uno del otro. Yacíamos casi sumergidos, como témpanos de hielo, con nuestro yo social visible proyectándose sólo frío y blanco. Bajo las olas, era raro ver la intimidad y la agitación de un hombre, su dignidad derribada por la abrumadora necesidad de la fantasía pura, del pensamiento puro, del elemento humano irreductible: la mente.