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Había descubierto que sus recuerdos de aquel verano eran como montajes de películas malas: jóvenes enamorados lanzando un frisbee en el parque, compartiendo un helado que se derretía, paseando en bicicleta por el río, riendo, hablando, besándose, con una música ñoña que ahogaba los diálogos porque el guionista no tenía ni idea de lo que esas dos personas podían decirse.